Idiosincrasia y costumbres campesinas en la ciudad de Bogotá
La metamorfosis del espacio físico y simbólico
De la avenida séptima para arriba, hacia el oriente, a la altura de la calle 163 y de cara a la montaña, es posible vislumbrar una estrecha vía, que como una serpiente, recorre en zigzag el cerro, delimitando a los costados locales comerciales, mercados, bosques, pastizales y pequeñas edificaciones de ladrillo.
De la séptima para abajo, hacia el sur y el occidente, se erige un paisaje de grandes edificios, centros financieros, urbanizaciones residenciales, parques y centros comerciales.
Desde que llegaron, los habitantes de estos cerros han sido testigos del proceso de metamorfosis que ha sufrido el norte de Bogotá, la transformación de amplios terrenos verdes de la sabana bogotana a partir la aparición de avenidas, escuelas, fábricas y demás equipamiento urbano; la densificación de una porción de la ciudad que se extendió de espaldas a estas comunidades. Mientras los funcionarios y entidades de la administración distrital tardaron décadas en reconocer la existencia de barrios como Cerro Norte, para después, caracterizarlos como asentamientos humanos “ilegales” y precarios, los pobladores populares rápidamente entendieron que los servicios e infraestructura, la educación o la seguridad alimentaria no llegaría por cuenta del Estado; con escasos recursos materiales, empezaría un arduo proceso de autogestión donde el ingenio y la organización mutua permitirían trazar silenciosamente las viviendas, la escuela, el salón comunal, la represa y el acueducto comunitario.
Características socioculturales
Hasta el día de hoy, la idiosincrasia y costumbres campesinas se mantienen en la población de más avanzada edad. En las calles y tiendas todavía se respira un ambiente de pueblo, donde siempre hay caras familiares y es posible ver de vez en cuando bajar, temprano en la mañana, a las señoras cargando bultos de papa o maíz en mulas o terneros. Las ruanas y ponchos siguen siendo parte de la indumentaria básica para ahuyentar el frío de la madrugada, así como el sombrero para esquivar el rayo de sol a medio día.
Además de algunos apellidos, los gestos y las huellas que se marcan en los rostros, el trabajo y cultivo de la tierra también hacen parte de una tradición rural que pervive en Cerro Norte. De la región cundiboyacense, los santanderes, Tolima y otros departamentos cercanos al centro del país, vinieron las primeras familias pobladoras. No obstante, una vez llegados a la ciudad, muchos de ellos tuvieron rápidamente que enfrentarse a múltiples situaciones por cuenta de las nuevas necesidades: unos tuvieron que vincularse directamente a la producción capitalista como obreros de construcción o jornaleros en las fincas de la sabana; otros le hicieron frente a la desocupación desempeñando diferentes labores informales en el barrio u ocupándose del cuidado doméstico y familiar.
“Lo que pasa es que en esa época la mayoría de las personas trabajamos en flores porque era una posibilidad de tener un trabajo… lo que era servicio doméstico y el trabajo en las flores y los hombres en construcción, esos eran los trabajos que más se veían acá…Pero la verdad es que ese trabajo fue una explotación terrible, y por ejemplo muchas mujeres que trabajaron allá en las flores han muerto a raíz de los químicos que utilizan en las flores. Eso realmente ha sido una explotación y un atentado contra el trabajo de las mujeres, porque sobre todo mujeres fueron las que han accedieron al cultivo de las flores… yo también trabajé 11 meses en las fincas pero me echaron por revolucionaria, porque les iba a hacer sindicato, nos descubrieron y ¡echaron a 100 personas!” (Hermencia Guaqueneme, líder comunitaria).
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