…promesa de compra y venta
- Siempre vivimos en la Calera, dice Miguel. Cuando éramos niños, aquí de frente, por donde sale el sol cada mañana, había una propiedad, tal vez la única; era una hacienda de 15 hectáreas, cuyo propietario era Don Bolaños, un tipo bravo y alto; allí, junto a otros niños robábamos caña de azúcar para chupar.
Fue una de las pocas haciendas que existían en la comunidad, entre los años sesenta y ochenta. En esta propiedad, extensa para la mayor parte de pequeños propietarios, trabajaban de peones los indígenas del sector. La madre de Miguel prestó sus servicios de doméstica, cosechadora, preparando la tierra y haciendo mandados.
- Mi padre fue funcionario público. No había buena relación con él en casa, bebía mucho y esto provocaba una serie de maltratos. Cuando venía borracho, decía que él me quería y me abrazaba con su poncho olor a trago. Luego, todo se volvía oscuro y mi madre lloraba. Mi padre murió por una enfermedad incurable; yo tenía 6 años. Dos semanas después muere mi hermano mayor con tuberculosis. No sé cómo sería el dolor familiar, pues, a secas íbamos quedando pocos: mi madre, mi hermano menor y este terco.
Continúa Miguel:
- De repente, la hacienda de Don Bolaños ya no tenía 15 hectáreas sino menos. Éste hizo un buen negocio con un tal Carlos Estrella. La nueva hacienda era de 9 hectáreas, las otras 6 hectáreas, Don Bolaños las había vendido retaceadas a varios comuneros.
Carlos Estrella era un gamonal oriundo de Ibarra, ex hacendado de la propiedad la Magdalena; fue miembro de aquellas familias de grandes terratenientes de Imbabura y dueños de casas coloniales. Don Estrella, como lo llamarán los campesinos de la Calera, fue un hombre solitario, tenía un hijo abogado y padecía de una dulce enfermedad, la diabetes. Se alimentaba a base de zambo con dulce y canela todo el día. Su espíritu de filántropo le permitió, en poco tiempo, ganarse el apego y simpatía de los campesinos. Don Estrella continuará con la tradición implantada por el anterior dueño de la tierra. Esta tradición generaría durante varios años una serie de relaciones precarias de empleo y distribución de humillaciones a los comuneros aledaños cada vez que estos venían a pedir agua del río que pasaba dentro de los linderos de la hacienda.
En el período de 5 años, su enfermedad empeoró. Don Estrella no pudo resolver varias dificultades: dejó de pagar a los peones y mayordomos, contrajo algunas deudas y resistió un pleito con su hijo. Estamos hablando del año 1988. Se supone que los abogados y más aún, los hijos, están para brindar apoyo a sus padres; sin embargo, el gamonal había puesto un juicio a su hijo por adulteración de escrituras, denunciando que éste quería quedarse con la propiedad.
- ¡De este terreno no va a ser dueño nadie! ¡Estas tierras van a ser de ustedes! ¡A ustedes les dejaré todo! Decía Don Estrella a los comuneros que le atendían y acompañaban durante su agonía. Yo, soy un hombre viudo y sólo y lo único que quiero, es terminar mi vida aquí.
El hijo de Don Estrella desapareció de la Calera. No se le vio más caminar por ese lugar. Y no se esfumó de vergüenza precisamente. Su padre, le había entregado dos millones de sucres para que se largara de una vez por todas.
Unos meses antes de la muerte de Don Estrella, fueron apareciendo una lista de oportunistas, que aguardaban sigilosos y con apremio a que muriera el enfermo. Su presencia era como la de los gallinazos que sobrevuelan la agonía de quien se convertirá en su alimento. Así, en la Calera, aparecieron por primera vez los oficiales de crédito[1] de la entidad bancaria más antigua del Ecuador, quienes le ofrecían sacarle de las deudas con más deuda. Como granos al maíz, cuñadas y cuñados resurgían desde lugares nunca registrados; hasta una potencial viuda lamentaba la inminente pérdida de su esposo enfermo. Y quienes querían arrendar el terreno para su usufructo, ofrecían al propietario continuar con su buen trato al indio, con tal que le arriendaran un buen pedazo de suelo productivo.
En 1990 los santos óleos son escuchados por campesinos y mayordomos que despedían a Don Estrella, que acababa de fallecer donde siempre quiso, en la Calera. Sus más allegados, comuneros y peones, prosiguieron sin descanso, haciendo brotar del suelo el alimento para sus familias. La permanencia de los peones en la hacienda, posteriormente a la muerte del gamonal, incrementó la deuda con aquellos ya que nadie había pagado durante años su trabajo. Unos meses atrás, Don Estrella y una de sus familiares, habían firmado una promesa de compra y venta con las familias indígenas y campesinas que le sirvieron durante buen tiempo.
Día tras día, los campesinos se preguntaban cómo iban a administrar la hacienda que un papel escrito a máquina decía que les pertenecía; todo ello, sin sospechar que empezarían la lucha por la tierra y el territorio frente al sistema de despojo.
- ¡Miguel, Miguel! Tú sabes leer y escribir ¡Ayúdanos! Nos quieren quitar la finca de Don Estrella, nosotros ya pagamos la primera parte; yo mismo vendí mis bienes para poder dar la cuota. – Asustado e indefenso, exclamaba el tayta Chucuri, peón de la hacienda–.
Para los tiempos que corrían, Miguel era un joven de 20 años y trabajaba con una fundación que construía 58 viviendas para comuneros de la Calera. El proyecto le obligaba a enterarse del sentido de tener un título de propiedad y promesas de compra y venta; pero, sobre todo, era uno de los pocos que vivía en la comunidad que sabía leer y escribir; cualidades que le permitirán convertirse en un joven dirigente.
[1] Son ejecutivos bancarios que asignan préstamos a altos costos de interés a cambio de hipotecas o prendas que les garanticen la devolución de su dinero y la acumulación de los réditos.