... falso heredero y los nuevos dueños.
Los taytas y las mamas confiaban en el documento que habían visto y firmado alguna vez, y que Don Estrella y su cuñada mencionaron que existía; en dicho texto se decía que ellos son los dueños de la hacienda.
- Pregunté ese momento, al tayta Chucuri, dice Migue, Muéstrenme el papel, ¿dónde está?
- Nosotros no lo tenemos – menciona el tayta.
- ¿Quién lo tiene? ¿Dónde lo hicieron?
- Con un abogado en Ibarra – respondía de forma segura el tayta.
La ciudad blanca de Ibarra no se parece en nada a la Calera; en ese lugar todo está inundado de cemento con muchas calles, casas, carros y abogados. Aquel doctor en jurisprudencia que hizo el escrito en su máquina de escribir, marca Olympia-Deluxe con cinta de dos colores, nunca apareció.
- Vamos a buscar a la cuñada de Don Estrella – cuenta que especuló Miguel cuando se encontraba en Ibarra.
- Mire señora, venimos por la promesa de compra y venta de la finca de Don Estrella, ésa de la Calera.
- ¡Sí! Yo la tengo, contestó la cuñada.
- Entréguenos. Debemos protocolizar y luego llevar al registro de la propiedad para hacer efectivo este acuerdo. Miguel aún tenía la esperanza de que sólo era un mero trámite.
Evidentemente, era un papel sin validez alguna. En ese momento, el escrito indicaba que fueron 17 familias las que habían firmado. Pero ni el documento ni las firmas estaban protocolizadas, peor aún registradas. Las averiguaciones y trámites por legalizar la compra continuaron. Llegaron a Urcuqui, tierra de campesinos pobres y de aspiraciones magnánimas de los revolucionarios del siglo XXI; se trataba de un territorio en el que actualmente se construye “la ciudad del conocimiento”, donde un profesor que no habla castellano y menos aún kichwa gana una verdadera fortuna, 16.000 dólares al mes; además de 300 dólares diarios de viáticos, sólo por “transferir” conocimiento a nuestros pueblos y haber escrito más de 100 artículos en revistas científicas.
Allí en ese lugar, muchos años atrás, Miguel y el tayta Chucuri pasaron dos horas haciendo fila[1] en la oficina pública que protocoliza firmas. Tras pasar tres horas más en el registro de la propiedad de Cotacachi para registrar la finca, se enteraron que la promesa de compra y venta no podía ser registrada debido a una orden de embargo a la propiedad.
Después de medio siglo de colonización y lucha, aún sigue vigente la coalición entre el poder de lo público y el poder de lo privado a favor del despojo de la tierra, el agua, la vida y la dignidad de las poblaciones indígenas y campesinas en estos territorios. Entre 1990 y 1992, al grito de “levantamiento indígena por los 500 años de resistencia”, Miguel Calapi se integra en un proceso de lucha reivindicativa propuesto por la CONAIE[2] y se pone al frente de las demandas de las 17 familias de la Calera encabezando la lucha de lo que más tarde serán los Jatarishun.
- ¿Y por qué no se puede vender ni comprar? Preguntaba Miguel al burócrata que los atendía en la ventanilla 09 del registro de la propiedad de Cotacachi.
- En este registro existe una orden de embargo de esta propiedad por un monto de 2 millones de sucres. Por lo tanto, el predio nunca pudo ser vendido ya que está embargado, confirmaba con aire de desprecio el mestizo funcionario público.
Varios meses pasaron en vilo aquellos campesinos en relación a la propiedad de las citadas 9 hectáreas. Consultaron a varios abogados de la República y todos mantenían la misma respuesta:
- No hay nada que hacer, entreguen esas tierras y váyanse, evítense problemas legales. Sólo sabían que debían continuar con la posesión de las tierras.
Tras una noche lluviosa en la que descendió la helada sobre sus cultivos, todo se quemó a su paso. Aquella mañana timorata, descendió del auto Suzuki Forsa, un hombre blanco, alto, muy alto, rubio, con traje gris impecable, portafolio y zapatos de ciudad. Después de reunir a todos los campesinos que estaban en la hacienda, les comenta:
- Soy el hijo de Carlos Estrella, mi padre ha muerto y vengo a administrar sus tierras. ¿Cuánto dinero les debo por sus trabajos? Quiero pagarles hasta el último centavo. Soy gente de bien y no me gusta deberle nada a nadie, afirmaba.
- ¿Sí me reconocen? – se desata un silencio efímero.
- ¿Sí me reconoces? – vuelve a repetir aquel hombre de traje.
- Si, patrón Don Mauro, sí, medio, medio, me acuerdo. – dice Agustino, ex peón de la hacienda.
Miguel, que se encontraba ese momento en la hacienda apoyando las labores de revisión sobre lo que había dejado la helada a su paso nocturno, desconfía inmediatamente del extraño, y habla para sus adentros- no creo que en tres años haya cambiado tanto la forma de su cuerpo, piensa.
- ¿Ya me reconocieron? ¿Cuántos son? Necesito saber quiénes están en la hacienda para pagarles, con tono de gamonal, presionaba el heredero.
- Somos 40 y trabajamos ya más de tres años sin paga, ¡Pero hicimos un compromiso con Don Estrella, antes de su muerte! Exclamó el tayta Chucuri.
- Esos compromisos no sirven. Si son 40 y trabajaron más de tres años sin paga; ¿Dónde están los alimentos que sacan de estas tierras? Con eso deben sentirse pagados. Pero a pesar de eso les daré algo. Soy gente de bien y no me gusta deber nada a nadie.
- Aquí está la compra y venta, éste es el compromiso; si a esto quiere negarse, Don Mauro, es mejor que se vaya– dice Miguel, poniéndose al frente de los ex peones.
El heredero no toma atención a lo que dice el campesino ni lo que está escrito en el papel y comenta:
- Regreso en 15 días para dejar todo resuelto –sube al Suzuki Forsa en el que llegó y se marcha.
Pasaron 15 días, un mes, tres meses; después de la siembra y la cosecha, el mismo auto Suzuki Forsa y varias motos que traían en cada una, dos gendarmes de la fuerza pública, se estacionan al interior de la finca.
- Buenos días señores. La vez anterior un jovencito se alteró, es por esa razón que vengo con la policía. Ustedes ya me reconocieron, yo tengo el poder sobre todas las tierras – era nuevamente quien se decía el heredero de la finca.
Una vez reunidos, los campesinos entablan un diálogo estratégico en kichwa. Esparciéndose por la hacienda, bloquean las entradas y salidas con piedras y palos, encerrando a los policías y a quien se decía hijo de Don Estrella. El ambiente se torna tenso, los gendarmes se alarman, insultan, se vuelven agresivos; los indígenas resisten y se mantienen en la medida. Miguel se hace cargo de la situación con el apoyo de sus compañeros.
- Nosotros no vamos a hacer ningún daño, simplemente queremos la identificación de ese señor que dice llamarse Mauro, el heredero. Nosotros tenemos un compromiso firmado, y usted señor, no lo quiere reconocer– anuncia Miguel con voz firme.
El ambiente se vuelve más conflictivo, el presunto hijo de Don Estrella se niega a ceder su identificación, es sujetado y obligado a entregar su cédula a los comuneros. La policía quiere intervenir de forma violenta utilizando sus armas de dotación, esas acciones hacen recordar que en esos precisos instantes, la policía nacional persigue a los dirigentes del levantamiento indígena en todo el país y varios habían muerto en manos de paramilitares. De repente se escucha nuevamente esa voz que guía:
- ¡Traigan los machetes y pinchen las llantas de los vehículos, traigan el combustible!
Ante la presión, el heredero saca la cartera del bolsillo posterior de sus pantalones y entrega la licencia de conducir que indicaba:
“Nombre: Gustavo Villamar, economista de profesión, propietario del vehículo Suzuki Forsa, placa, PVT245, lugar de nacimiento Ambato”. Este hombre, alto, muy alto, no tenía ninguna relación de parentesco con la familia Estrella. Tras un largo instante marcado por la tensión, los comuneros consiguen desenmascarar la agresión y dejan que se vayan los policías y el presunto heredero. Éstos huyen sin conseguir nada más que un buen susto.
Días después del altercado, los comuneros se enteran que el Juzgado Cuarto de lo Civil de Pichincha es quien mantiene la orden de embargo por 2 millones de sucres sobre la propiedad de Don Estrella; cantidad de dinero que asciende con multas e intereses de mora, a 4 millones. Como las instituciones financieras y los chulqueros nunca pierden y siempre vuelven por su dinero, se pone de remate las tierras por esa cantidad.
Por su parte, los campesinos y Miguel insistían en demandar la propiedad de sus tierras, tanto legalmente como legítimamente. Acudieron durante meses a decenas de abogados, pero nadie quería representarlos, era para dichos “profesionales”, un caso perdido. De forma insistente, Miguel y sus compañeros llegan a la Federación Indígena y Campesina de Imbabura-FICI donde finalmente les dan asesoría. Andrango, Cabascango y otros compañeros se solidarizan con la lucha y la visibilizan como parte de la organización. La lucha alcanza una trascendencia tan importante en la provincia que acuden a la CONAIE. Por primera vez, Miguel y los comuneros dejan de ver por la televisión a Macas y Pacari, líderes del levantamiento indígena del 92 y los conocen en persona.
La primera acción legal que realizan los comuneros consiste en hacer una demanda judicial por esa tierra al Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Colonización IERAC. Mientras dura el juicio, el municipio de Cotacachi declara toda la zona de la Calera como suelo de uso urbano. El cambio afecta a la demanda y las tierras no son devueltas a los comuneros; pierden el juicio.
La resistencia permite que se unan más indígenas y campesinos del sector para poder declarar ese pedazo de tierra como comunitaria e iniciar un nuevo proceso de lucha; en los buenos tiempos, llegan a ser 68 familias. No obstante, las amenazas de muerte, persecución, advertencias de encarcelamiento instauró el miedo en la comunidad; la gente murmuraba, “aunque sea sin terrenito hemos de vivir”. El grupo se reduce, nuevamente quedan 17 comuneros y Miguel, los mismos que habían firmado el compromiso de compra y venta con Don Estrella.
Estos inconvenientes no agotaron las fuerzas y la creatividad de los comuneros de la Calera; pensando en una nueva estrategia para recuperar sus tierras, en 1993 acuden nuevamente a la CONAIE, en Quito. Piden reunirse con Pacari:
- Tienen que organizarse legalmente, deben establecer una asociación – les dijo Nina.
- Miguel responde – “Levantemos por la tierra”, ése sería el nombre de nuestra asociación.
- ¡Correcto! Pero eso está bien para nivel nacional, debe ser algo local, indica Nina.
- Entonces Asociación de trabajadores autónomos Jatarishun, ¿qué le parece?, sugiere Miguel.
- Ese nombre está muy bien, hagamos los papeles para la inscripción, responde Nina
Con ese nombre empezaba un nuevo conflicto para el grupo de comuneros de la Calera. El trámite de inscripción se realiza en el Ministerio de Bienestar Social, más conocido por la población indígena como el Ministerio del Malestar Social. A unos días de haber dejado el trámite en la institución burocrática, su inscripción como personería jurídica es impugnado por un grupo de desconocidos abogados que no querían su legalización como asociación.
Sin explicación alguna de los intereses que estaban detrás de las impugnaciones que impedían que indígenas y campesinos ejerzan su derecho legítimo de libre asociación y organización, se comprueba que un banco y una compañía crediticia son los ‘nuevos’ dueños de la hacienda; también se detecta que una federación de abogados asesoraba todos sus trámites, los mismos que habían impugnado la inscripción del grupo de indígenas.
¿Cómo llegaron estas instituciones a ser los propietarios? En 1991, una mujer de avanzada edad, se declara esposa de Don Estrella; lo hace después de su muerte y en ese preciso instante se convierte en “viuda” legal. El hijo quien había interpuesto el embargo por una letra de cambio firmada por su padre, por el valor de 2 millones de sucres, más intereses y multas, presenta el remate de la hacienda y las empresas pagan el remate; compran la hacienda mientras que la viuda cobra el dinero.
…violencia y desalojo
Mientras que a las 5 de la mañana, en regiones costeras, el canto de las aves interviene para abandonar el sueño, la bocina del vendedor de pan avanza en bicicleta, vende hilos de esperanzas. En esos precisos momentos, en la Calera, Miguel camina por los chaquiñanes adornados de nogales, con un destino incierto. Él creía que el camino que conocía de memoria lo llevaría al centro poblado para averiguar cómo avanzar en la legalización del Jatarishun.
- ¡No te asustes! No te va a pasar nada si firmas este papel, escuchó Miguel a sus espaldas sintiendo la presencia de la muerte; esa misma voz extravagante también le había puesto un filoso cuchillo sobre su garganta.
- ¡Anda, firma! Exige la voz oscura que presionaba el cuchillo sobre su humanidad.
Miguel sabe que lo matarán de todas formas; la agresión que recibía lo mantenía en el suelo desde hace algunos minutos. Eran ocho encapuchados que castigaban sus sentidos a puntapiés, insultos, garrotazos; la amenaza se tornaba cada vez más real.
- ¡Ya no me peguen! ¡Firmo! ¡Firmo! ¿Dónde debo firmar? – grita Miguel con voz cómplice de sí mismo, como tramando algo.
- Firma aquí, y rápido.
Le entregan un documento, como la historia contada por los conquistadores, plana, teleológica, sin la presencia de los que resisten y combaten por un mundo para todos. La hoja relataba las intenciones de los que tienen el poder. Miguel toma el documento, aunque sabe leer y escribir; en el horizonte del papel no se divisa una sola letra pero puede interpretar esa ausencia como la renuncia a la lucha por esa tierra. Abre y cierra el papel varias veces, para finalmente escupir en su interior y con toda su fuerza arrojarlo a escasos metros de distancia.
San Miguel Arcángel que está en los cielos, custodio de la ciudad blanca y vigilante de la justicia sobre sus territorios, había abandonado a su suerte, a su tocayo en la tierra. Al medio día, un cuerpo yacía abandonado, con las manos atadas, un pañuelo en su boca y cerca de una fuente de veneno. Era Miguel, sin conocimiento.
- ¡Fuerza Miguel, te apoyamos! ¡Fuerza Miguel, te apoyamos!
- ¡Fuerza Miguel, te cuidamos! ¡Fuerza Miguel, te cuidamos!
- ¡Fuerza Miguel, de aquí no nos vamos!, ¡Fuerza Miguel, de aquí no nos vamos!
Tales eran los gritos de hombres y mujeres indígenas que conocían a Miguel y la lucha emprendida por los Jatarishun.
Decenas de personas se habían apostado en los exteriores de la casa de salud donde Miguel era atendido por los galenos que ofrecían múltiples diagnósticos de su estado:
- ¡Se quedará ciego! ¡No volverá a caminar! ¡Estará para siempre postrado en una estera, pues el veneno afectó el sistema nervioso! Etc., etc.
Sus compañeros no temían por las secuelas del ataque, pues sabían que Miguel gracias al chapo[3] y el puro[4] soportaría golpes y veneno. Su madre le había dado ya sus bendiciones y se encomendó a su cuidado. Lo que les preocupaba realmente era el peligro que corría dentro del hospital; por esos días había caído abatido uno los líderes del levantamiento indígena en manos de paramilitares y no dudaban que algo así le podría pasar. Era el año de 1993, Miguel luego de una temporada de recuperación logra salir vivo de la casa asistencial.
Día a día las agresiones contra los campesinos se tornaban más violentas hasta que en julio de 1994 se desata el gran desalojo.
- Habían 150 chapas[5], armados, con pistolas, gases de esos que hacen llorar, con trajes negros y grises, con motos y caballos.
- Seis de nuestros compañeros fueron arrastrados y luego detenidos.
- Logré escapar ese día, pero de ahí en adelante, tuve que usar bigotes largos de pelo de caballo, me remangaba el pelo bajo el sombrero y me convertía en otra persona, pues me querían llevar al penal, estaba acusado de violador, pandillero, invasor a la propiedad privada, me habían declarado culpable de esos cargos y tenía una sentencia de 18 años de cárcel.
- Debía huir – relataba Miguel, mientras miraba a sus hijos en los juegos infantiles.
-
…los exiliados de la tierra
Miguel logró escapar de la Calera y del país junto a otros campesinos. Encarga el cuidado de su madre al hermano menor. Sin destino fijo, pasan por Centro América, el Caribe, llegan a México y descienden nuevamente esta vez hasta Chile; en dicho país conocerá al cura filósofo que motivará la continuidad de la lucha.
- Soy el padre Juan Esteban V.; vivo aquí en Chile pero soy de Holanda, ustedes son de Otavalo, ¿Qué hacen en este país? El apoyo del padre será para los comuneros, de aquí para adelante, el aliciente que necesitaban, pues por algún tiempo vivieron de lo que sabían hacer: cantar y realizar artesanías.
- Somos de la Calera, de Imbabura, cerca de Otavalo. Estamos aquí padrecito porque en el Ecuador somos perseguidos; durante los últimos tiempos hemos peleado por nuestros derechos, por recuperar aquello que hace 500 años los colonizadores nos quitaron: la tierra y el territorio. Aquí estamos escondidos. – Informaba Miguel al cura.
Después de largas horas de conversación, el padre Juan Esteban V., que también era sociólogo, profesor universitario en Iquique y estaba interesado en la doctrina de la iglesia de los pobres, decide apoyarlos; les brinda casa, comida y les invita a difundir su lucha en varios conversatorios. Empezaba otra experiencia para los exiliados de la tierra. Miguel y los otros comuneros pasan momentos de tranquilidad. Una de esas mañana después del desayuno, como si presintiera algo, Miguel llama a sus familiares en la Calera:
- ¡Oye Miguel! Debes volver, mamá se está muriendo-, menciona su hermano quien había quedado a cargo del cuidado de su madre.
- No tengo dinero, ¿Cómo hago? – responde desesperado Miguel.
- Hermano, mi madre siente tu ausencia, se está muriendo de la pena, no sabe dónde estás, debes venir a ver sus últimos días.
- Padrecito, ayúdeme, mi madre está muriendo, debo ir a verla y no tengo dinero – Miguel ruega al cura que lo apoye.
- No te preocupes Miguel, anda a ver a tu madre.
A los pocos días de llegar a la Calera, su madre se despedía y agonizaba en los brazos del hijo ausente que ha vuelto a sentirla morir. El mundo le quitaba otra causa por la que luchar. Primero, la tierra y el territorio; y ahora su matriz, lo único que lo ataba a volver, también lo desterraba. Sin ganas de vivir, Miguel encontraría en el placentero puro[6] las oportunidades de brindar por la evasión. Seis meses sin descanso celebraba con el licor de caña, junto a los chaquiñanes, las alucinaciones sobrias de su progenitora.
- Miguel tienes una llamada –anuncia Manuel Guerra, tendero de abarrotes, quien proporciona el licor suficiente a aquellos que quieren olvidar las penas o recordarlas aún más.
- ¿Quién es? Pregunta Miguel al tendero.
- No sé, es un gringo creo, no se le entiende lo que habla –decía el cantinero, mientras extiende la mano para entregar el teléfono.
- ¡Diga! – pronuncia Miguel juntando sus labios con la bocina del teléfono, mientras sus ojos en crisis miraban a su madre preparar el chapo para la cena.
- Soy Juan Esteban V., te voy a dar un consejo y me vas hacer caso, anuncia el cura.
- A tí te necesita el pueblo, tu pensar es sano, a tí te acompaña nuestro Dios. Escucha Miguel, has perdido a tu madre biológica, pero aún tienes a tu madre tierra, aunque tú creas lo contrario. Debes retomar esa tierra que te espera. Toma el último trago y el resto compártelo con tu madre que te estará bendiciendo.
Miguel tomará el último tercio de puro que tenía en su mano izquierda; el resto lo deja caer sobre el suelo. Se dirige a descansar y se levantará a organizar por la mañana. La Calera había dejado de luchar. La última vez que escucharon su voz para alentar y salir al encuentro de lo que se avecinaba sin temor alguno, fue hace más de 18 meses.
Llegaron los últimos meses de 1995. Después de tomar varios litros de agua cocida en su misión de alivianar la resaca, Miguel visita a cada uno de los 17 miembros de la Jatarishun que habían sido desalojados y perseguidos; todo en el intento de convencerles para que continuaran con la lucha. La gente lo escuchaba con mucha duda por sus meses de pena y alcohol; pensaban que las alucinaciones lo habían vuelto loco. Sin embargo, todos asisten a la reunión de las cuatro de la tarde a la que, les había invitado.
- ¡Acepto retomar la lucha! – grita el tayta Chucuri…
- ¡Queremos recuperar la tierra! ¡Retomemos, retomemos, retomemos! – dice Pedro, Enrique, Alfredo.
Preparan la estrategia para recuperar la hacienda con varios días y sus noches. Eran las 5:30 am, del viernes santo. Suenan detonadores y una estampida humana somete a guardias y cuidadores, tras unos minutos, a las 6:12 am del santo día, los Jatarishun se declaran en posesión de las tierras de sus ancestros. Nueve hectáreas, 17 familias y una asociación legalizada en octubre de 1994 serán sus bases para continuar.
Mientras, las piedras, palos, detonadores, carabinas y la firmeza de hombres y mujeres Jatarishun resistían ante cualquier orden de desalojo, otra lucha (la de las vías oficiales), iniciaba. En 1996 Auqui Tituaña fue elegido alcalde del Cabildo de Cotacachi por el Movimiento Pachacutik[7]; con el asesoramiento jurídico de la CONAIE logran que en 1997 se declare en utilidad pública la hacienda. El municipio entrega el 5% de avalúo sobre el valor de la hacienda mientras los indígenas y campesinos emprenden la búsqueda de financiamiento para comprarla.
[1] Hacer fila, es permanecer de pie, de tras de un grupo de personas que esperan deseosas e impacientes por ser atendidas en un servicio público.
[2] Confederación de Nacionalidades y Pueblos indígenas del Ecuador.
[3] Chapo, es el resultado de la mezcla de la machica y leche, a veces se combina con maíz.
[4] Licor artesanal de caña de azúcar.
[5] Chapa es el sobrenombre que se le da a la Policía Nacional para identificarlos como aquel que encierra al que protesta.
[6] Puro es licor de caña de azúcar destilado artesanalmente, llega a tener 44 grados de alcohol.
[7] Pachacutik es el movimiento político vinculado con la CONAIE.