El presente relato, hace un homenaje a hombres y mujeres del campo que, a pesar del régimen de violencia material y simbólica que enfrentan, continúan la lucha por un pedazo de tierra para reproducir la vida. La Calera es el territorio en el cual, 20 años de disputas, entre 17 comuneros y comuneras indígenas y el poder financiero y los terratenientes de herencia colonial, se enfrentaron por la propiedad y el uso de nueve hectáreas de tierra en el valle fértil de Cotacachi. La construcción del relato está a cargo del equipo del Instituto de Estudios Ecuatorianos, cuyo equipo de investigación trabaja en el fortalecimiento de las organizaciones sociales y populares.
…primera y segunda vez
La primera vez que visité[1] la comunidad andina la Calera en diciembre del año 2012, por invitación del naciente movimiento político Ally Kawsay[2], llegué al complejo vacacional Tambo Jatarishun administrado por indígenas y campesinos de la zona. Mientras caminaba intentando saltar el fango que te da la bienvenida, pensé: “este complejo debe ser como el de tantas otras organizaciones, ahora que está de moda el turismo comunitario”. Minutos después y contrariamente a lo que mis prejuicios sobre el turismo y el comercio cultural me dejaban ver, ésta era una experiencia totalmente diferente.
El motivo de mi visita acompañar a la “Asociación de Trabajadores Autónomos Jatarishun” en un proceso de discusión sobre normativas nacionales referentes al agua y la tierra de las que ellos alegaban no saber nada. Nadie había pasado por el lugar a contarles sobre los “acalorados debates” en la Asamblea Nacional, en donde la izquierda y la derecha, conservadoras ambas, definían a puertas cerradas “su futuro”, y esto a pesar de existir el canal de televisión y la frecuencia radial del Parlamento, que convierten en fastuosos los discursos del progreso.
En un centro de acopio de leche que se levantaba minúsculo ante el gran complejo recreacional, se encontraban sentados, en media luna, 20 comuneros que esperaban el inicio del taller. Éstos exhortaban a cuidar del agua subterránea aún no contaminada por el desarrollo urbano e industrial que los acecha; solicitaban el acompañamiento a procesos de lucha por la tierra a lo largo y ancho del país. Dichas demandas debían estar contempladas en la nueva ley, decían. Sin dilatar el diálogo, intervine para explicarles que su última demanda no podría incluirse en un cuerpo normativo, porque así es la ley, fría y calculadora y no admite solidaridad alguna.
De repente, el lugar se tornó escabroso. Sin aplazar su presencia, emergió un campesino del escenario de sillas de madera. Traía sombrero oscuro, como los que usan los indígenas de Colta para cubrirse del frío y de las herejías católicas en la zona del Chimborazo. También lucía un pañuelo largo, que parecía sostener la mitad superior de su rostro y cubrir la base, como quien oculta una cicatriz.
– ¡Soy Miguel, miren ustedes! – dijo el campesino con voz inflexible, prosiguiendo de inmediato con tono decisivo: Hay cosas más importantes para los pueblos indígenas que el derecho romano o el derecho liberal, se llama derecho consuetudinario[3] y nos protege. Además, estas tierras son nuestras, porque siempre fue así, pero nadie lo sabe o no lo quieren saber y eso no lo dice ninguna ley. En este lugar que dicen es de paz, estremece el recuerdo de la lucha por la tierra de los Jatarishun, más de 20 años de destierro, desalojos, persecuciones. Pero triunfamos años más tarde.
Mientras sus palabras punzaban los oídos de los asistentes, éstos inclinaban la cabeza de arriba hacia abajo afirmando cada expresión que anunciaba Miguel. Sin tiempo para respuesta alguna y de la misma forma en que emergió, su presencia se disipa perdiéndose entre la mina pétrea y el maizal.
Dos años más tarde de esta experiencia, regresé a la Calera. Me interesaba recuperar la historia de los Jatarishun y cómo han llegado a ser los administradores de un complejo turístico. Son las 8:43pm y la familia Muñoz de la nacionalidad Kichwa y del pueblo Otavalo me recibe. Me ofrecen una habitación y la cena, y me aclaran, que si quiero almorzar, “eso tiene un costo extra”. Cuentan que acogen muchos turistas extranjeros, sobre todo “gringos” y algunos españoles. “Pero en los últimos dos años, los turistas españoles son cada vez menos, seguro es por la crisis”, comenta Edelmira Muñoz. Pero los “gringos” vienen en grupos, algunos, sobre todo los más ancianos se quieren quedar a vivir sobre los valles, y no les gusta el canto de las gallinas y el ladrido de los perros. Tras una acalorada bienvenida, me indican dónde puedo encontrar a Miguel.
Mapa de la Comunidad la Calera
Fuente: María Chávez & Darío Fernández; UCT; 2007
…el lugar
La comunidad de La Calera, perteneciente a la parroquia urbana de San Francisco, está ubicada en la zona andina de la provincia de Imbabura en el cantón Cotacachi. Por esas cosas del capital inmobiliario y la modernización de la vida, el paisaje muestra una copla desafinada pero provocativa modulada por el alcantarillado, las casas de hormigón, el uso del internet, el celular y el alumbrado público, con las plantas medicinales, la recolección de frutas silvestres, la fiesta del Inti Raymi y los cultivos de papas, maíz y habas. Bajo una infraestructura de hierro y cemento, los hombres se encuentran encaramados vendiendo su fuerza de trabajo; las mujeres que abren los abarrotes y cuidan de las chacras, forman parte de un silencio encubridor. La gran planicie rodeada de pequeñas elevaciones que rompen el eco de la corriente, los riachuelos, el aire áspero, los cultivos de habas y papas juntos, la escuela y la iglesia, las calles poco transitadas, la energía eléctrica y las tejedoras, son parte viva de las 350 hectáreas que conforman la comunidad.
La Calera siempre ha estado resguardada por perros como el Zambo, el Bravo y la Cariñosa; por ríos como el Ambi, Pichaví y Pilambisí; y por un clima bastante amigable que varía entre los 10° grados en noches de diluvios a 14° grados en tardes soleadas. Hay varias formas de acceder a esta comunidad. Para aquellos a los que les gusta la aventura de la caminata, los dos kilómetros que la separan de Cotacachi se alcanzan en 25 minutos. Todo depende de que no se te cruce la Cariñosa, que cuida la casa de doña Margarita cerca de la entrada. Y para aquellos a los que no les gustan los perros y tampoco caminar, es posible tomar un taxi por un costo de 2,00 dólares o un bus a 0,25 centavos de dólar.
Sobre este valle se confunden las percepciones de la reproducción material y simbólica de sus habitantes. Las tradiciones mantienen viva la memoria histórica de los taytas y mamas que levantaron el territorio sobre tierra fértil, donde la producción de las parcelas satisfacía las necesidades de la familia ampliada; donde el trabajo familiar y la agricultura se fundían en la fiesta. Actualmente, las florícolas compran a bajos precios la fuerza de trabajo de hombres y mujeres jóvenes, y en fechas de altas demanda contratan personal en nombre del afecto.
[1] Esteban Daza, sociólogo, es parte del equipo de investigación del IEE y del Movimiento Regional por la Tierra.
[2] Ally Kawsay es la organización política cantonal que en la actualidad gobierna el cantón de Cotacachi.
[3] La norma consuetudinaria o costumbre es, norma de conducta que, observándose con conciencia de que obliga como norma jurídica, es tan obligatoria como la contenida en un texto legal. El origen de la norma consuetudinaria o costumbre jurídica se encuentra en los usos o prácticas sociales; cuando la comunidad considera que el incumplimiento de un uso hace peligrar el orden de vivencia, se transforma el uso en norma consuetudinaria. Más información en: http://www.enciclopedia-juridica.biz14.com/d/derecho-consuetudinario/derecho-consuetudinario.htm