…antes
La Calera no siempre fue así, ni siquiera existía. Antes de la colonia fue territorio de la confederación Kayambi-Otavalo-Karanqui. Su singularidad natural permitía el acceso a los bienes comunes y al tiempo que sus asentamientos humanos se nutrieron de pobladores de Otavalo, Minas, Espejo, Quitungo, Cotacachi. Se presume que estas tierras eran en el siglo XVIII el latifundio denominado “La Compañía”, que pertenencia a los jesuitas. En 1776, los jesuitas son expulsados de la colonia, y estas tierras pasan a manos de la corona de España. Una vez iniciada la época republicana en el Ecuador, esta propiedad es rematada “con indios y todo” a los terratenientes criollos. En los años de la Revolución Liberal (1895-1912), las haciendas se dividen y se lotizan en pequeños predios.
Entre los años 20 y 30 del siglo XX, un grupo de forasteros visitaba cada fin de semana los centros poblados de la cabecera cantonal en busca de víveres para su alimentación. Eran los mineros de cal que habían migrado en busca de trabajo.
– ¿A dónde van? – preguntaba Carlos Flores, dueño de la tienda de abarrotes ubicada en la que ahora se conoce como la terminal de buses de Cotacachi.
– Volvemos a La Calera – respondía Don Guerra, minero.
– ¿Y dónde queda aquello? Preguntaba el tendero.
– ¡Allá! Junto a la quebrada del río Ambi. Trabajamos en las minas de cal de los patrones Jiménez, del sector de Pilavitzi – replicaba el minero.
– ¿Quiénes son Don Carlos? Interrogaba María De la Cruz, lavandera de profesión.
– Son los mineros de La Calera, la que queda de la hacienda la Compañía – respondía el tendero.
Desde entonces, el sector donde estuvieron las minas de cal se identificó como parte de poblaciones vecinas como La Calera; tierras que hoy limitan: al norte, con la comunidad de San Ignacio; por la parte sur, lo que se conoce como la hacienda de San Martín; al este, el río Ambi; y al oeste, el río Pichaví. Si es cierto que aquello que no se nombra no existe, en la sierra ecuatoriana, de herencia colonial y republicana, lo que no se encuentra inscrito y notariado subsiste en la ilegalidad. No importa la cotidianidad del agricultor, el albañil, las tejedoras, sus prácticas, las fiestas, la tierra o el agua. Si en los papeles del registro público no está el nombre del barrio, sector o comunidad. Simplemente no se tiene ningún derecho. Y lo que es peor, si no aparecen en las cartografías oficiales, de esas que hace el Instituto Espacial Ecuatoriano, el territorio no existe.
El tayta Cholo y el tayta Tinti inscriben legalmente La Calera en diciembre de 1937. Desde el momento, en el que aparece la comunidad en los registros públicos, se dice que empieza su historia. Los pueblerinos de Cotacachi y Otavalo mencionaban:
– Allá, donde eran las “caleras”, sobre sus tierras se ha sabido practicar la agricultura, la alfarería, los tejidos. Los hombres trabajan y las mujeres mantienen la casa. El 21 de septiembre son las fiestas, habría que ir.
Los primeros años la comunidad estuvieron marcados por la división de la gran hacienda. Varias fueron las formas de acceder a la tierra que permitieron a los habitantes del sector, “que para ese entonces eran apenas 50”, obtener su propiedad. La compra, la herencia, la posesión, convirtieron al territorio en un espacio de pequeñas parcelas, con un promedio de una hectárea por familia. Pero también existieron propiedades, aunque muy pocas, que concentraban más de 14 hectáreas.
Dentro de las “grandes propiedades” se reproducían prácticas de extracción de vida y renta de trabajo por parte del terrateniente. Largas jornadas de pastoreo, siembra y cosecha, “amables” relaciones de servidumbre y admiración al caporal, poca paga y la presencia de las famosas “ayudas”[1] que eternizaban la subordinación, eran parte de la cotidianidad vivida. Y las mujeres, sus mujeres, nuestras mujeres, como diría Cesar Dávila Andrade en su Boletín y elegía de las mitas:
“Mientras mujeres nuestras, con hijas, mitayas,
a barrer, a carmenar, a texer, a escardar;
a hilar, a lamer platos de barro – nuestra hechura” –.
La comunidad de La Calera se formó en medio de relaciones de peones libres y un régimen de hacienda. Dos son los tipos de propietarios privados de la tierra: el pequeño quien reproduce su vida y “el grande” que extraía la vida de los pequeños.
Los Quinchiguango, los Amaguaña, los Cuchiguango y los Maigua son apellidos de los primeros pobladores indígenas de La Calera. Los Muñoz, los Flores, los Guerrero y los Bonilla, fueron los primeros migrantes mestizos que llegaron a la comunidad. Matrimonios, compadrazgos, rivalidades, labores agrícolas, las fiestas, la iglesia, la mina, el río, fueron los lugares comunes de este territorio que, a contra corriente de las premisas de liberales y conservadores, de filántropos y curas, de fundaciones y tenientes políticos, de la gobernabilidad y la gobernanza, de la democracia y la tiranía, conformaron su propia forma administrativa de relaciones sociales. La propiedad privada y las solidaridades comunes permitieron la construcción de un gobierno comunitario. Don Mariano Guerrero sería su primer presidente, antes de la década de los cuarenta.
… hoy
Desde una casa de tres pisos, con grandes ventanales que vigilan al maizal, con puertas corredizas para ingresar tras el pastoreo del ganado y dar de comer a los cuyes, aparece doña Margarita; vestía un lienzo blanco con bordados manuales, motivos florales e infinitos colores. Sus mangas, hombros y escote lucen cubiertos por un encaje. Dos anacos de paño, el uno claro y otro gris, cubren sus piernas de caminante rigurosa por los chaquiñanes, mientras dos fajas atrapan su cintura a los anacos[2]. De su cuello y sus brazos cuelgan guacas[3] y manillas que brillan por la luz que emana de su rostro; mientras sus pies, que han soportado el peso de los cambios, son cubiertos por un par de alpargatas desgastadas, color azul marino.
- “La comunidad ha cambiado”, dice Doña Margarita: “Antes estábamos poquititos en la tierra, los ríos nos bañaban, no había nada de esto que ahora vemos. Antes caminábamos del centro de Cotacachi dos horas por el monte. Ahora los jóvenes no quieren trabajar la tierra, se van y regresan en carros que levantan el polvo, las calles están vacías porque se van a las empresas de flores. Todito el día trabajan, el domingo también, más las mujeres”.
- Margarita interrumpe la narración: ¡Ahí viene mi marido! Él tampoco trabaja aquí, trabaja en las carreteras de peón, ¡albañil es!
Efectivamente, a dos calles camina un hombre que porta un sombrero de paño oscuro; no se sabe de qué color fue algún día, está muy desgastado por el paso del tiempo. Sus pantalones y camisa son blancos y el pantalón le llega hasta los tobillos dejando ver sus pies aún cubiertos de hacienda. No gana el salario mínimo porque le pagan lo que el contratista diga que debe ganar a la semana: 30 o 40 dólares. El hombre se ve muy viejo y apenas sirve como cargador de sacos de cemento. Sus alpargatas blancas y el poncho azul cubren sus desgastados hombros, sobre los que llevó a cuestas a sus dos hijos y donde carga ahora los costales de asfalto.
– Soy Manuel Amaguaña. No crea usted que ésta es mi casa, dice.
– Es la casa de mi hija que se fue a Quito y que luego fue a España; de ahí mandó a construir, yo como soy albañil y ésta es mi tierra, le ayudé. Antes fui peón de hacienda.
Mirando de reojo al costado, donde está sentada Margarita, menciona orgulloso:
– Ella es mi esposa; tiene nombre de flor, pero las flores no han traído nada bueno por estos rumbos; al igual que la minería, dividen a la comunidad.
– La Margarita me dijo que busca historias de lucha por la tierra aquí en la Calera. Hay una muy importante, la de los Jatarishun, pero eso que se lo cuente el Miguel. Bajando por las moras silvestres, camine hacia la derecha; ahí vive, donde van unos niños a aprender cosas que nos les enseñan en la escuela. hasta hicieron un reloj con manillas que giran al revés, mostrando que el tiempo no es lineal y que es falso que siempre vamos hacia adelante, a eso que llaman progreso. Primeramente, debe saber que aquí las cosas han cambiado mucho.
La Calera ya no tiene los 50 habitantes que tuvo en los años 40 del siglo pasado. En la actualidad 1.174 personas viven en la comunidad. La mayoría son mujeres, 599 en total frente a 575 hombres. Hay más jóvenes y niños que antes, es una comunidad de nuevas generaciones; son los hijos del levantamiento indígena por los 500 años de resistencia. Hace 25 años que se viene revalorizado la cultura Kichwa-Otavalo; 87% de la población se reconoce como indígena y se plantean estrategias para hacer efectiva la interculturalidad. A pesar de que la gente sigue migrando por la falta de puestos de trabajo, es durante los días de fiestas como el Inti Raymi y el 21 de septiembre, en los que se congregan las familias para saludarse y vestir las mejores galas; acudir al Tun Dun[4] y limpiar el mal de ojo de la ciudad.
Casi todos son dueños de su respectivo minifundio. Antes, sobre la parcela se relacionaban de manera armónica la vivienda, la chacra, los animales de crianza, los niños, los perros, la familia, la naturaleza. Era el lugar de trabajo y descanso y allí se producía para la comida y el intercambio. Setenta años después, los pedazos de tierra son cada vez más pequeños, los llaman wachufundios[5]. Sobre estos ya no existe ninguna armonía pues ahora se levantan casas de hasta tres pisos sobre una extensión de 70 metros cuadrados; algunos conservan su chacra para el maíz y frejol, siempre a cargo de las mujeres porque los hombres están fuera. Otros, finalmente, como tratando de cubrir el “atraso”, tapan la superficie de tierra con cemento para poner a descansar las camionetas en las que trasladan a los turistas que los visitan
Las actividades que permiten completar el ingreso familiar se han diversificado. La agricultura sigue siendo importante, a pesar que ya no producen toda la comida y lo poco que pueden vender les permite comprar los alimentos en las plazas. Esta actividad vocacional de la comunidad dialoga con la albañilería, el jornalero agrícola, el asalariado de la florícola, el empleado público; con las pocas tejedoras que quedan, con las empleadas domésticas y, con el empresario de sí, aquel que se integra al negocio del turismo cultural.
…los Jatarishun
Desciendo por el pasaje de las moras silvestres, girando hacia la derecha encuentro un camino empedrado. Sin dar aviso previo, aparece en censurado recibimiento el Gigante, guardián de cuatro patas y pelaje amarillo que alerta de mi presencia a sus compañeros de ronda. Me detengo. Sin saber a dónde ir, una serie de voces afligidas intentan recuperar el decoro de los buenos tiempos y la buena fe; acto seguido, exclaman lastimeramente una serie de cánticos y rezos:
- Dios te salve María, llena eres de gracia…
- A tu amor nos acogemos…
- Ruega por nos… ruega por nos…
Camino unos pasos hacia atrás e intento escapar de la mirada del Gigante y de aquellas voces. Sigo retrocediendo en la incesante búsqueda de otro destino que me lleve a la casa de Miguel. El viento que agita los árboles hace que me percate de la presencia de una niña que se acerca con paso firme; sin inmutarse, la niña sortea al Gigante y su pandilla y no le parece molestar aquellas voces de las mujeres que ruegan a Dios, piedad y misericordia. Le pregunto su nombre y, sí, conoce a Miguel:
- Soy Cristina. El Miguel Calapi es mi tío. En este momento me dirijo a su casa, está aquí cerquita. No se asuste por los perros, no hacen nada.
Junto a la niña me invade un sentimiento de seguridad. Entre sus narraciones, me cuenta que el Gigante ostenta mala fama y que su aspecto corajudo se debe a que la presencia de extraños le incomoda. El perro me deja pasar, pero me mira desconfiado.
47 pasos más adelante, nos acoge una “pequeña” casa de un sólo piso y antigua; su estructura es heterogénea, conformada por ladrillos, adobe y madera en sus paredes.; el techo se tiñe de tejas de color café. Junto a la casa se encuentran dos juegos infantiles, un horno de leña; al fondo, junto a una cabaña forjada de madera y paja, a la que no se permite el ingreso con zapatos, se encuentra una pequeña parcela de hortalizas y granos.
- Espéreme aquí, voy a ver si esta mi tío, dice Cristina.
- ¡Tío, te busca un señor!
Una voz responde tras la gruesa puerta que separa la convivencia familiar de los curiosos que los visitan:
- ¿Qué quiere? – era Miguel Calapi, pude reconocer su voz.
- ¡No sé! Dice Cristina.
Pasados tres intensos minutos de expectativa, aparece Miguel. Se trataba del mismo personaje que conocí hace más de 2 años; pero, en esta ocasión, su rostro se dibuja más familiar que en la anterior ocasión. “¡Claro, ahora lo recuerdo!”, exclamó, “cómo olvidar sus coplas en las marchas que hacía el movimiento indígena en contra del TLC con los Estados Unidos, en contra de la minería, y a favor del agua y la vida durante los últimos 15 años”, le dije.
Esta vez no traía sombrero ni pañuelo; dejaba ver su rostro con total libertad. Le comento, sin perder un sólo segundo de tiempo, que estoy en su casa para que me cuente cuál ha sido la experiencia en Jatarishun. La última vez que nos vimos había mencionado que en la Calera se había producido una feroz lucha por la tierra y el territorio y que ahora la gente vive mejor.
- En una sola noche no creo que le termine de contar, deben ser dos o tres veces las que nos reunamos. Véngase a mi casa estos días desde las 5 de la tarde, aquí me encontrará, respondió Miguel, con cierto tono de incomodidad.
Desde aquel domingo del mes de marzo, permanecí atento durante tres días a lo que Miguel iba a contarme. Tres tardes con sus noches anduve el mismo camino, rehuyendo de mejor manera al Gigante y a esas voces que no paraban de implorar piedad.
- Escuche atentamente usted – con firme voz, decía Miguel antes de empezar cada relato.
[1] Las ayudas eran préstamos económicos que los hacendados entregaban a los huasipungueros para que efectúen sus fiestas y cubran gastos de salud. Ayudas que debían ser canceladas a través de más trabajo e incluso de relaciones de servicio doméstico.
[2] Tela rectangular que las mujeres de Ecuador llevan como una falda ceñida a la cintura.
[3] Collar de elaboración manual y que usan las mujeres Otavalo como parte de su vestimenta autóctona.
[4] Vertiente de agua mineral que emana de la montaña ubicada en la Calera. Los comuneros de la zona dicen que sirve para limpiar de los malos espíritus a la gente que allí se baña.
[5] El wachufundio se refiere a la extensión de tierra más pequeña sobre la cual se cruza el surco o la fila por donde se ha de regar el agua, o de pasar alguna semilla.