Resplandores de una cultura única
Andrew Gray, antropólogo inglés muerto prematuramente en 1999, vivió durante la década de los años ochenta largas temporadas con los arakbut o amarakaeri, uno de los sub-grupos que conforman el pueblo harakbut, de la localidad de San José de Karene.
Sus aportes científicos, por tanto, resultan cruciales para comprender los modos de vida del pueblo harakbut. Gray, en la introducción de su libro “Los arakbut, mitología, espiritualidad e historia”, considera que “los aspectos más fascinantes de la vida arakbut son aquellas realidades que no podemos ver”, por tanto, el acercamiento que se suele hacer desde nuestra cultura a la cosmogonía o forma de entender el universo de sus habitantes, solo nos permite “atrapar ocasionalmente resplandores de su mundo” (Gray 2002).
De otro lado Thomas Moore, un científico social de larga residencia en la Amazonía peruana y autor de varios libros sobre los harakbut de Madre de Dios, afirma que este pueblo que fue capaz de dominar durante milenios la dura geografía que habitaron sus hombres y mujeres, constituye “una de las expresiones culturales más independientes del mundo, debido a su aislamiento hasta años muy recientes y la permanencia viva de la experiencia tradicional en la memoria de la población contemporánea” (Moore, 2003)
El mito del árbol änämei explica el origen del pueblo harakbut. El árbol nació del vientre de una mujer para salvarlos de la desaparición como especie. Cuadro de Wili Corisepa, artista arakbut o amarakaeri.
Cuestiones generales
Pero, ¿quiénes son los harakbut de este relato? Trataremos de acercarnos a sus modos de vida.
Para los harakbut, la vida se inició después de un incendio que estuvo a punto de acabar con los bosques, cuando la humanidad entera se vio precisada a subirse a las ramas del árbol Anämëi –o wanamei-, una deidad vegetal, un árbol de la vida, que alojó a hombres y animales para comenzar todo de nuevo: “En pleno incendio, cuando todo estaba perdido y las aguas sabían amargo, apareció un loro queriendo depositar una semilla. El loro le pidió a los harakbut permitir que su fruto germinara en el vientre de una mujer virgen”, cuenta Yesica Patiachi, profesora bilingüe de la comunidad harakbut de Puerto Luz.
Una a una las muchachas harakbut fueron desfilando sin éxito ante el misterioso loro erikeyakeya … hasta que una jovencita que había sido llevada con discreción por una abuela sabia resultó fecundada por el ave sagrada brotando de su vientre un Änämei, el Árbol de la Vida. “El frondoso árbol de la salvación”, acota Yesica siguiendo al relato mítico que escuchó cuando era niña y pudo plasmar en el libro “Relatos orales harakbut” (Conversación personal, 2017).
Los harakbut fueron –y en alguna medida lo siguen siendo- un pueblo que ha sabido organizar su vida en armonía con el medio ambiente. Su economía estuvo definida por la explotación racional de los bosques y las aguas de sus entornos. La horticultura que desarrollaron con mucha prestancia -Moore identificó 78 cultivos propios de la chacra harakbut- privilegió en todo momento la siembra de sus productos en asociación con el bosque circundante.
La propiedad privada se limitó a los materiales que cada individuo poseía para la siembra, la caza y la pesca, actividad esta última donde los harakbut destacaron sobre los demás pueblos del piedemonte amazónico o selva alta. Los recursos naturales, por tanto, fueron de uso compartido, bienes comunes en su exacta dimensión. En la sociedad harakbut no existían diferencias de clases sociales, ni jerarquías de autoridad, salvo las que se desprendían “de los talentos y la generosidad de los aportes de cada uno”.
Los hombres y mujeres vivían desnudos, “cubiertos” solamente por los sugerentes diseños corporales hechos con tintes naturales –de huito o de achiote la mayoría de las veces- que solían utilizar con inusual destreza. Los varones llevaban el cabello largo y las mujeres sumamente recortado. (Sueyo, Patiachi, Corisepa, 2018)
La vida en la casa comunal
Habitantes de los bosques nubosos, donde la temperatura puede llegar a los 10 grados C, los harakbut vivieron en malocas o casas comunales llamadas hak –o jak tone si seguimos el relato de Sontone, un anciano harakbut contactado por los misioneros dominicos a principios de los años 1950-, una construcción de palos y hojas de palmera donde se encontraba el fogón en el que se preparaban los alimentos que consumían los miembros de la familia extendida.
Diez comunidades harakbut, yine y machiguenga co-administran el territorio ancestral del pueblo harakbut convertido ahora en Reserva Comunal.
Las mujeres se hacían cargo de la elaboración de los alimentos y la familia en pleno –padre, madre e hijos- se encargaban de las actividades hortícolas así como de la caza, pesca y recolección de frutos y animales menores. La edad ideal para el matrimonio, para el caso de las mujeres, coincidía con el inicio de la pubertad. Los hombres en cambio quedaban expeditos para casarse una vez realizado el rito de iniciación o sine´, ceremonia en la que los adolescentes eran aceptados en el mundo de los adultos luego de superar una serie de pruebas relacionadas a la caza y la horticultura.
Sontone anota en su libro “Soy Sontone, memorias de una vida en aislamiento” que los padres harakbut “solo decidían entregar a sus hijas al joven que demostraba habilidades de buen cazador, que sabía hacer su chacra, que no era renegón, que era buena persona y que sabía dialogar con los demás” (Sueyo, 2018).
Siguiendo la información de los estudiosos del mundo harakbut, las mujeres al casarse obtenían un nombre nuevo que las acompañaría durante el resto de su vida adulta. El hombre, en cambio, pasaba por varios cambios de nombres según los eventos significativos de su vida.
El mundo espiritual de los harakbut
Para los harakbut los sucesos de la vida diaria guardaban relación con los espíritus del bosque. Nada de lo que les pasaba podía entenderse desde una explicación racional; los hechos vinculados al nacimiento, las enfermedades, los accidentes y la fortuna (de los cazadores o de la pesca en los ríos que bajaban por las quebradas de su escarpado territorio) dependían del mundo natural.
Las enfermedades, por ejemplo, eran causadas por los brujos o wandakaeris, que podían ser indistintamente hombres o mujeres. Cuando un harakbut enfermaba, movilizaba de inmediato a sus familiares que trataban de aliviar sus males identificando al brujo o bruja que los había producido. “Si se sospecha que el brujo es una persona integrante del clan, y estas acusaciones son más comunes en contra de las mujeres recién nacidas o niñas que pueden tener algún defecto físico u otra señal, se atribuye la brujería a la herencia materna, la presunta bruja es sacrificada por sus propios padres por sofocación y estrangulación de la manera más clandestina posible, para que los otros no se den cuenta de que ella era una bruja y pariente cercano a ellos” (Moore 2003).
De lo relatado se desprenden dos consideraciones que se deben tomar en cuenta para entender la lucha que los harakbut contemporáneos iniciaron con el propósito de recuperar sus territorios ancestrales: la primera tiene que ver con las epidemias producidas como consecuencia del contacto con los foráneos que los invadieron a lo largo de las primeras décadas del siglo pasado. La viruela, la fiebre amarilla, la tos ferina y otras enfermedades se ensañaron con los harakbut de la misma manera como se habían ensañado con las poblaciones andinas durante el contacto con los españoles.
Y como quiera que los fenómenos de la naturaleza en la cosmogonía se interpretaban en la mitología harakbut desde la mitología construida, la solución, el conjuro, propuesto por sus chamanes o wayorokaeri fue retirarse a las cabeceras de los ríos para escapar de los espíritus malignos. Aislados en los lugares más apartados de la selva podían enfrentar con mejores armas el daño impuesto por los wandakaeris.
La segunda consideración que se desprende de lo que hemos llamado la espiritualidad del pueblo harakbut tiene que ver con el cuidado del bosque y los cuerpos de agua. Para ellos, la muerte suponía la liberación del alma o wanokireng, que escoge un animal del bosque y/o del agua para cambiar de morada. Un harakbut, ha observado Moore, vive en completa armonía con el ambiente que frecuenta pues en los bosques y en los ríos habitan los espíritus de sus antepasados... convertidos en huanganas, osos, palmeras, mariposas y demás seres vivos. De allí la importancia cultural de recuperar sus territorios y cuidarlos.
Hijos del bosque de las nubes
Las evidencias más antiguas sobre la ocupación humana de la provincia del Manu, donde se encuentra la Reserva Comunal Amarakaeri, son los petroglifos de Pusharo, una colosal concentración de grabados en una pared rocosa en las proximidades de las cabeceras del río Madre de Dios. Para Thierry Jamin (2005), un investigador francés que viene intentando descifrar su significado, se trata de “un testimonio único de los Incas y pueblos amazónicos que vivieron en la selva de los departamentos actuales de Cusco y Madre de Dios”.
Sobre el particular los testimonios recogidos por los cronistas refieren que los Incas llamaron “Amarumayo”, río serpiente, al río Eori de los harakbut (el Madre de Dios actual) y que fueron los ejércitos del Inca Túpac Yupanqui los que penetraron con mayor decisión en la selva amazónica del Perú, una región aparentemente inexpugnable para esta civilización.
Rostro harakbut. Impresionante formación pétrea que simboliza el mundo espiritual de este singular pueblo indígena amazónico.
Andrew Gray considera que tanto incas como harakbut del sub-grupo wachipaeri mantuvieron contactos ocasionales en una zona intermedia donde se producía coca, un insumo importante en la cosmogonía incaica y donde también se podía obtener plumas, pieles, etc. (García, 2002). “Los incas, agrega Gray, aparecen en varios contextos de la cultura arakmbut y en particular juegan un rol significativo en su mitología”. La chicha, el maíz y las hachas de hierro que utilizaron los harakbut están vinculados a lo Inca.
Hacia fines del siglo XVII expediciones de reconocimiento enviadas desde las misiones franciscanas de los ríos Alto Ucayali, Bajo Urubamba y Tambo empiezan a recorrer la región del Madre de Dios reportando la presencia de indios inambaris, posiblemente indígenas harakbut. En esa misma época, misioneros jesuitas contactan a los primeros grupos machiguengas del área a quienes denominaron shimpenaris, pureranaris y chiochoparis.
Durante el primer siglo de vida republicana -Perú obtuvo su independencia en 1821- fueron solo los wachipaeri, el grupo más periférico del pueblo harakbut, quienes mantuvieron relaciones esporádicas con los habitantes del otro lado de la frontera que se había ido construyendo a lo largo de los siglos.
Para efectos de comprender los sucesos que se dieron después en la selva de Madre de Dios, es preciso entender que la región, mucho antes de que se produjera la invasión de los barones del caucho, estuvo intensamente ocupada por grupos humanos de origen amazónico.
El ingreso de los “soldados” del caucho a tierras harakbut, una vez agotado el recurso en la Amazonía del norte del Perú, dio inicio a una etapa violenta de correrías interétnicas, esclavitud, epidemias y matanzas que afectaron severamente a la población indígena de toda la región, ocasionando una drástica disminución de su población y la huida de muchos de sus habitantes a zonas más remotas del territorio ancestral.
Yesica Patiachi, la maestra bilingüe de Puerto Luz, refiere que sus mayores –los abuelos en el lenguaje coloquial- recordaban que los tayoris, un pueblo guerrero que fue presionado violentamente por los caucheros, invadieron sus territorios causando gran mortandad entre ellos. “Para nosotros, comentó para este trabajo Patiachi, Fitzcarrald (Carlos Fermín Fitzcarrald, 1862-1897, el cauchero más audaz y poderoso en la región de Madre de Dios, descubridor del istmo que lleva su nombre y permite el acceso fluvial a la cuenca del Ucayali) fue el más grande genocida de todos los tiempos: en un solo día mató a tres mil harakbut tiñendo de rojo los ríos que recorrían nuestro territorio ancestral” (Conversación personal, 2018).
En 1908 un primer grupo de harakbut, sobrevivientes de las incursiones de los caucheros, se contactan con los sacerdotes dominicos quienes les dan de inmediato refugio en la misión de San Luis del Manu. Desde esa fecha hasta finales de la década de los años cincuenta del siglo pasado, diferentes grupos de indígenas de esta etnia se irán integrando al mundo occidental. De acuerdo a los testimonios recogidos en las comunidades harakbut de la Reserva Comunal Amarakaeri, fue el padre José Álvarez Fernández, a quien sus abuelos llamaron Apaktone, quien los induce a abandonar las cabeceras de los ríos para vivir “como cristianos” en las misiones dominicas de la provincia del Manu.
“Tiempo después, refiere Antonio Sueyo, Sontone, en sus memorias, tuvimos conocimiento de que Apaktone quería que vayamos a su encuentro. En la misión de Palotoa todos estaban atentos a nuestras salidas esporádicas [del bosque] porque éramos el último grupo arakbut en permanecer en nuestro territorio. La misión de Palotoa estaba en una isla grande donde había casas de estilo machiguenga. Ahí nos recibió Apaktone” (Sueyo, 2018).