El Pueblo Mampa, desde la ciudad al campo
Actualmente la comunidad de Mampa está compuesta por una veintena de personas: en su mayoría jóvenes de entre 25 y 35 años, y algunos/as niños/as pequeños/as, provenientes de la ciudad de Villa María. Entre los/as jóvenes hay quienes accedieron y completaron su educación universitaria, y quienes la abandonaron, optando por una formación autodidacta y no institucionalizada. Todos/as comparten un origen y unas trayectorias de vida ligadas a patrones culturales, socioeconómicos, laborales e institucionales, de las clases medias urbanas.
Esos/as jóvenes, nos muestran y nos hablan de posibilidades e historias concretas de problematización de las lógicas urbanas y de ciertas formas hegemónicas de vida entre los sectores medios (los trabajos de oficina, los horarios rutinarios, la centralidad del dinero, el consumo, la bancarización, la dependencia). Y lo hacen desde una propuesta y apuesta cotidiana —que ya lleva cuatro años de existencia— por la soberanía alimentaria y la producción agroecológica. Conocerlas, supone encontrarse con unas prácticas de vida y trabajo en y con la tierra, en y con la comunidad, que “vuelven posible” como idea y como realidad, transformaciones sociales profundas en un país fundamentalmente urbano[1].
Los/as mamperos/as saben bien que su experiencia es una entre tantas otras que se suceden a lo largo y ancho de nuestro país: pequeñas, todas pequeñas. Y a la vez, están convencidos/as que desde esa pequeñez, su historia es otra alternativa posible, en un contexto de la humanidad que caracterizan como “crítico y frágil, por la total dependencia” (el mar de soja en que se encuentran, se los recuerda a diario). Y esa alternativa implica para ellos/as un esfuerzo constante de aprendizaje, de co-construcción e intercambio de saberes; pero, ante todo, de esfuerzo práctico y trabajo cotidiano. Porque esa experiencia es también una responsabilidad hacia otras: sus pares y las generaciones venideras, como ellas mismos afirman: “es urgente inventar otras formas, es urgente una transición cultural, una revolución cultural de las consciencias”. Y esa revolución cultural, requiere indefectiblemente recuperar la tierra, regenerarla.
(...) En cuanto a las condiciones físicas del lugar, los/as jóvenes lograron recuperar y reparar un antiguo pozo de agua y un tanque australiano, solucionando la necesidad básica del acceso al agua para producir y para habitar. A su lado, armaron la huerta y ubicaron la zona de producción intensiva; a unos cincuenta metros, erigieron los espacios comunitarios. La construcción central es un salón erigido con técnicas y materiales de permacultura, que cuenta con un ambiente cerrado, una cocina semiabierta y dos hornos de barro.
A pocos metros se localizan hoy dos baños comunes y tres viviendas-pozo, utilizadas únicamente en su función de dormitorio, en reemplazo de las carpas que los/as albergaron durante los primeros años de vida en el lugar. Estas viviendas, representan la apropiación de una forma de construcción típica de los pueblos comechingones, indígenas originarios de las sierras de Córdoba, que habitaban allí en refugios-pozo o casas-pozo.
El espacio no cuenta con energía eléctrica y sus habitantes insisten en que no la necesitan. Las pocas ocasiones en las que aparece el requerimiento de la electricidad, lo resuelven utilizando un generador a nafta; y, en ocasión de nuestra última visita, debatían la instalación de un panel solar en el lugar. A pesar de su cercanía con las ciudades de Villa María y Villa Nueva, la señal de telefonía celular en el lugar es aún escasa o nula.
La vida cotidiana de los/as jóvenes en el territorio transcurre entre el mantenimiento y limpieza de los espacios comunes, la mejora de la infraestructura básica (de vivienda y productiva), el trabajo agrícola (extensivo e intensivo), la cría de gallinas, la producción cultural, artesanal y la elaboración de alimentos. Las salidas a la ciudad se reducen al mínimo necesario: la comercialización de los excedentes productivos, algunas tareas administrativas, el abastecimiento de productos ausentes en el lugar, visitas a familiares y amigos/as, y el acceso infrecuente a algunos servicios.
Todas las decisiones sobre la gestión del territorio, la organización del trabajo colectivo y la convivencia comunitaria, se debaten y definen en las asambleas semanales de la comunidad, por acuerdo unánime de todos/as sus miembros.
[1] Un relevamiento realizado por la Secretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar en el año 2013 sobre los problemas de tierra que afectan a los agricultores familiares en Argentina destaca que la población rural campesina está reducida en el país al 5% del total nacional, representando sólo 250.000 unidades productivas (Bidaseca et.al., 2013).