Se puede dividir la historia de la comunidad de Piedra Blanca, particularmente, en lo que hace al acceso y tenencia de la tierra, en tres momentos diferenciados: la llegada y asentamiento de los/as criollos/as, que data de fines de la década del 60 del siglo pasado; la llegada de las familias procedentes de Bolivia, entre los últimos diez o quince años; y por último, la ocupación por parte de familias bolivianas del predio disponible aledaño a la comunidad, en el año 2013, junto con las proyecciones territoriales que se prefiguran a partir de allí. Se trata de tres etapas de las que da fácilmente cuenta la propia fisonomía del territorio: la disposición y distribución de los espacios, la estabilidad de las construcciones, etc.
El núcleo más antiguo y que, de alguna manera, sirve de espacio de encuentro para la vida social de la comunidad en la actualidad, es aquel que habitan las familias criollas. El recorrido comienza en el año 1966, cuando don Javier Palacio vende, por separado, diez hectáreas de su propiedad, a tres familias cordobesas: Bravo, Ceballos y Masocci. Solo los Bravo y los Ceballos se radicarán en el lugar y comenzarán poco a poco a crear un espacio de vida y procurarse, de manera autogestionada y con enormes esfuerzos, el acceso al agua y la energía eléctrica, una solución para la disposición de los residuos, etc. en un extenso terreno hasta entonces deshabitado.
Como dijimos antes, el asentamiento humano llevó la marca de la producción de ladrillos como estrategia principal de supervivencia de dichas familias, en consonancia con muchas otras que habitaban/habitan las zonas aledañas a la ciudad (con un importante desarrollo del mercado de la construcción). Y a partir de allí es que deben entenderse tanto las transformaciones productivas, como las de tenencia de la tierra.
Nos cuenta Elba Bravo, quien junto a su familia vive en una hectárea: “Nosotros llegamos en el año 67, o sea que yo tenía 12 años cuando yo llego con mi mamá, mi papá y seis hermanos más. Bueno, ya mis padres fallecieron hace un par de años, dos de mis hermanos (también fallecieron), y bueno, la única propiedad que llega a comprar mi papá es ésta, que es una hectárea, él siempre era trabajador de hornos de ladrillo, entonces siempre andaba de horno en horno de ladrillo (…) Acá puso también un tiempo un horno de ladrillo (…) pero trabajó un par de años nomás con el horno acá adentro. Pero después ya hicimos la casa, entonces, sacaron los hornos e hicieron las casas. En la hectárea ésta somos todos familiares”.
Luego de que la familia de Elba haya vivido siempre de prestado y “de horno en horno”, el naciente paraje representaba para su familia y las otras un primer lugar donde permanecer y proyectar de otro modo la vida. Aquella primera hectárea comprada irá albergando poco a poco a la creciente familia Bravo y su descendencia. Desde allí, se fue forjando una impronta e identidad de defensa de la “tierra para vivir” y la “tierra para producir”, que la propia familia Bravo irá resignificó y compartió con los nuevos habitantes del paraje. Actualmente, Elba y sus familiares comparten esa hectárea y hacen un uso colectivo del monte circundante, tierra que solo poseen como propiedad comunal, colectiva, todas bajo un mismo y único título (a nombre del padre de Elba), sin haber ejecutado división ni sucesión legal de la misma tras el fallecimiento del primer matrimonio.
Es ese mismo uso comunitario de la tierra que habitan es el que se expresa en las formas de relacionamiento y vinculación entre los/as pobladores/as del lugar, lejos del entendimiento y organización nuclear de la familia (fuertemente vinculado a la propiedad privada de la tierra, y la organización y división del trabajo en el sistema capitalista). Acá las personas se relacionan a partir de un sentido que trasciende la familia en la idea-fuerza de la comunidad, que acoge a quienes llegan, por lazos que no se limitan a los vínculos de sangre, sino que entienden de amistad, de vecindad, de cuidado solidario y de trabajo cooperativo. En La Piedra, territorio y comunidad constituirán una unidad no homogénea, sino basada en el respeto y valoración por la diversidad y la convivencia entre distintos modos de vida, en la “apertura a la gente” y la elección por una “vida tranquila”.
Llegada de las familias bolivianas
Es desde aquella cosmovisión que Elba nos narra la llegada al territorio de los/as nuevos/as vecinos/as: “A mi viejo también le gustaba todo lo que fuese campo, donde pudiera poner un árbol, donde pudiera estar tranquilo. Y bueno, el tiempo que vivió, lo vivió tranquilo y lleno de conocidos porque él era también muy abierto a la gente, mucho lo conocía la gente, lo apreciaban mucho (…) Harán 10, 12 años, serán 14, (cuando) empezaron a llegar familias bolivianas, pero eran menos, ¿viste? Ahora hay más, porque acá eran los hornos vecinos de personas argentinas, después (…) el argentino le alquiló no sé de cómo a las familias bolivianas y fueron poniendo sus hornos de ladrillo y cada cual trabajando en su lugar, en su espacio”.
A inicio de este nuevo siglo, nuevamente, la producción de ladrillos funcionó como determinante del asentamiento humano en el paraje, pero, esa vez, llegaron familias desde el hermano país de Bolivia, quienes habitaron las tierras circundantes a los criollos, en una situación de precariedad extrema. Tal como había sucedido años atrás con las familias criollas, desplazadas de un lugar a otro, en búsqueda de mejores condiciones de vida, las familias bolivianas, llegadas desde lejos, hallaron también en Piedra Blanca un lugar donde reinventar la vida y reafirmar de otra manera su apego a la tierra.
Raúl Choque, oriundo de Cochabamba (Bolivia), nos comparte su historia de desarraigo y reencuentro/reconstrucción de un territorio para desarrollar su vida; una historia que se repite en la trayectoria de muchísimos compatriotas de la Patria Grande[1] y del Sur global, cuyas condiciones de vida están marcadas por un recorrido laboral que supone la migración y los desplazamientos forzados, impuestos de manera cada vez más violenta por la subordinación de los territorios de vida a los patrones contemporáneos de la valorización transnacional del capital.
“Acá a Córdoba, llegué hace ocho años (2009) y en la república de toda Argentina estoy desde 1999 (…) Me vine cuando falleció mi madre, yo me vine a trabajar con ladrillería a Salta con mi tío, trabajé casi un año allá, cuando, esos tiempos estaba el peso argentino al par del dólar y era bueno, ¿no? Y me fui acostumbrando, después volví a mi país, trabajé una temporada, porque allá los trabajos son temporales, no te ocupan por años (…) Yo soy camionero, trabajo con la volqueta o transporte pesado, pero yo me acostumbré acá porque tienes más, cómo te puedo decir, más trabajo y siempre tienes algo para comer (…) Me vine acá a Córdoba por un amigo que me dejó la dirección, llegamos sin conocer Córdoba (…) Un 23 de enero, llegamos acá, ahí a ese árbol, ahí nos recibieron y yo pensé que era un argentino el que me iba a recibir para trabajar. No, era un paisano boliviano que ahora es mi compadre y que se fue a Bolivia. Y trabajé como tres meses de obrero con él en Privasa, después me dio una mano él, me dejó trabajar a medias, empecé a medias y ahora yo trabajo individual, yo solo trabajo”.
Como Raúl y su pareja Marina, llegaron a La Piedra otras familias bolivianas que se alojaron de manera temporal y precaria en la mayor parte de las tierras que Don Palacio vendió en la década del 60 a la familia Masocci, y en otras parcelas aledañas pertenecientes a otros dueños argentinos, que “alquilan” de manera informal para la producción ladrillera. Allí, comenzaron a trabajar como empleados en hornos de ladrillos preexistentes, o bien lograron constituirse como productores independientes e, inclusive, organizarse de manera cooperativa. Sin embargo, permanecieron siempre en condiciones de vida y tenencia de la tierra parecidas al vasallaje[2]: obligadas a trabajar en los cortaderos de ladrillos y a pagar la renta con una porción de su producción.
Fue desde esas parcelas, y ante los ojos celosos de los propietarios, que algunas familias comenzaron a construir un proyecto de soberanía alimentaria y de reconversión de los ingresos económicos familiares (provenientes hasta entonces únicamente de la producción de ladrillos), a partir del emprendimiento cooperativo de producción avícola: la Cooperativa Gallo Rojo[5].
La toma
Fue también desde allí que comenzó a imaginarse y proyectarse la experiencia de ocupación y recuperación de las tierras aledañas a la comunidad en el año 2013.
Nos cuenta Raúl: “Yo estuve ocho años y nunca se movió ese lugar, decidimos, organizarnos todos los vecinos de acá, los ladrilleros y tomar ese lugar. Tomamos ese lugar. No me acuerdo las fechas, pero lo tomamos. Estuvimos ahí en la toma, le hicimos frente a la Policía, a la infantería, no hubo ni un arrestado, sí hubo muchos imputados: 25 personas o 24 (…) La Policía no nos dejaba innovar nada, nada. Nosotros también le hicimos frente porque en la noche llevábamos ladrillos y armábamos por dentro las casas y ellos nunca sabían eso. Cuando ya los sacaron los plásticos había como tres piezas, dos piezas hechas. Y trabajamos así; nos organizamos”.
Como otras ocupaciones de tierra, la toma de Piedra Blanca recién emergió como posibilidad imaginada y proyectada luego de largas trayectorias de desplazamientos y experiencias de permanencia precaria en la tierra (de criollos/as y paisanos/as); luego de reflexionar sobre la fundamental desigualdad e injusticia que supone un orden espacial donde conviven familias sin tierra y enormes extensiones de tierras sin familias; familias sin alimentos sanos y seguros en un paisaje interminable de soja transgénica. Si bien en su origen se trató de una ocupación de tierras que buscaba cubrir la necesidad de “tierra para vivir” y “tierra para producir”, en la actualidad aquella pervive como una ocupación de la tierra para su incorporación al módulo de producción avícola.
Raúl remarca un elemento esencial: “Decidimos tomar un día”. Y es que, como toda lucha, la recuperación y defensa de la tierra por parte de pueblos y comunidades organizadas, requiere siempre de aquella decisión inaugural, de aquel momento de autoafirmación de la vida, el territorio y los proyectos colectivos. Se trata de una opción cargada de valentía que debe enfrentar una a una las violencias estructurales.
En La Piedra, las compañeras aprendieron a pararse frente al “bolivianos de mierda, vuélvanse a su país”, y a ello contestaron: “Tierra para la Vida Digna” siempre, aquí y en cada rincón del mundo.
La respuesta desde arriba no se hizo esperar. Distintos poderes institucionales y económicos –el gobierno provincial, los empresarios con intereses inmobiliarios en la zona, el poder judicial y la institución policial– actuaron de manera rápida y coordinada para amedrentar e invisibilizar la acción colectiva.
Los meses más agudos del conflicto coincidieron con la temporada invernal y las familias en lucha mostraron una resistencia tenaz. Las primeras semanas de la lucha, un cerco policial en torno a la ocupación mantuvo a las familias en condiciones inhumanas: no se les permitía ingresar alimentos ni agua, tampoco salir a trabajar o estudiar. La orden judicial que prohibía la innovación en el predio, y las imputaciones por “usurpación” no tardaron en llegar, las amenazas de los empresarios (en particular del “señor Galletto”) y las presiones para levantar la ocupación desde el Ministerio de Desarrollo Social de la provincia, tampoco.
Uno de los comunarios recuerda: “Disparó un conflicto judicial también porque esa tierra era de…, hay un empresario en la zona que es testaferro de un político y en ese lugar estaba planificado hacer un country, que es un barrio cerrado para clase media alta. Entonces, había un acuerdo con la Policía de no avanzar (la toma) más allá de lo que es el gasoducto y cuando se empezó a… O sea, de un día para el otro ya estaba todo ocupado. En dos o tres días avanzó un montón, entonces, tocamos los intereses de los que querían hacer ese country ahí y, bueno, a partir de ahí se desató una represión como muy fuera de la ley, o sea, sin ningún marco judicial que lo ampare y muy fuerte también”.
[1] Sueño de Simón Bolívar.
[2] En la sociedad feudal, vínculo o relación entre un vasallo y su señor, en virtud del cual el primero estaba obligado a servir o pagar ciertos tributos al segundo a cambio de protección.
[5] Volveremos sobre esto más adelante.