La historia de la comunidad se remonta a unos 50 años atrás, cuando las primeras familias se fueron asentando. En la actualidad, en esos suelos habitan, aproximadamente, unas 30 familias. Dichas familias no suman más de 100 pobladores y pobladoras, desde niños y niñas hasta los adultos mayores. Casi la mitad de la población son menores de 18 años, es decir, se encuentran transitando la infancia o la adolescencia. Aproximadamente el 25% son jóvenes, otro 20% adultos y, por último, nos encontramos con una minoría que conforma el núcleo de los adultos mayores (mayores de 60 años).
Presencia boliviana
En la comunidad existe una interesante combinación de tres núcleos familiares históricamente asentados —que llevan una vida rural ligada a la cría de chanchos y a la producción de huertas— y familias procedentes de Bolivia que trabajan en hornos de barro y que llegaron allí por algún contacto puntual, empujadas por situaciones precarias de vida y con la esperanza de conseguir un trabajo que les diera la posibilidad de una vida digna. En su Bolivia natal, algunos de los miembros de estas familias trabajaban como camioneros o produciendo maíz o papa. Sin embargo, cuando arribaron a Argentina se alejaron de la producción netamente agrícola y comenzaron a trabajar en hornos ladrilleros que, en un principio, se concentraban en lo que ahora es el barrio Nuestro Hogar II, pero el mismo crecimiento de la ciudad los fue empujando hacia afuera, hasta “La Piedra”.
La convivencia entre criollos y migrantes bolivianos constituye un rasgo definitorio de la comunidad al permitir el intercambio de costumbres, hábitos, sabores y saberes, que desafían la construcción de la identidad del territorio. Ésta es indisociable de la actividad de producción de ladrillos, la misma que configura la distribución espacial y el paisaje del lugar.
Otro aspecto relativo a las características culturales tiene que ver con el papel que desempeñan las mujeres en el territorio. En la comunidad convive prácticamente la misma cantidad de hombres que de mujeres; sin embargo, existen diferencias entre las familias de origen boliviano y las criollas en cuanto a las relaciones de género. Mientras la familia argentina es conducida por una mujer fuerte, las mujeres bolivianas son aun económicamente dependientes de sus esposos. Viene al caso transcribir unas palabras de Hugo (ex miembro de la cooperativa Gallo Rojo) que nos contaba: “Hay una situación donde una mujer que quedó soltera con sus hijos de muy joven, entonces, la figura de autoridad en la familia es ella. Entonces, no existe un modelo patriarcal ahí, porque no hay un padre”.
Con esto no queremos decir que la sociedad argentina no sea patriarcal, sino que, por ejemplo, en el caso de Elba Bravo –una de las pobladoras argentinas más antiguas de la comunidad– existe una historia detrás que la empodera como mujer y referente de su comunidad. Es que esta mujer, jefa de familia, es una madre soltera que estuvo históricamente a cargo de los bienes de la familia, y eso le permitió tener cierta posición dentro de la comunidad para encarar y articular gran parte de las acciones colectivas que se llevan adelante en el territorio. Por el contrario, como decíamos, las familias migrantes se caracterizan por la dependencia económica de las mujeres en relación a sus maridos e hijos, hasta el punto de recibir críticas y señalamientos cuando emprenden algún tipo de actividad fuera del ámbito doméstico.
Pese a ello, en las familias bolivianas son precisamente las mujeres quienes trabajan y se hacen cargo tanto de las actividades cotidianas del barrio como de la cooperativa, sin embargo, en la toma de decisiones, muchas veces esas mismas mujeres se muestren permeables a la opinión de las figuras masculinas. En nuestros diálogos con la comunidad, una y otra vez, emergían tensiones vinculadas a la situación de las mujeres.
Al respecto, Celina Villas —integrante de la Cooperativa Gallo Rojo— nos contaba que “son las mismas mujeres, lo que sí, en la decisión siempre están sugestionadas (...) por ejemplo, si discutiéramos hoy si tomar una tierra, estarían presentes los maridos. Ahora, si hay que discutir si vamos a la marcha, no. Pero siempre sale: ‘bueno, yo voy a la marcha pero a las 12 tengo que volver porque tengo que estar para hacer la comida’. Entonces, siempre, o sea, en lo cotidiano en general ‘están solo las mujeres’, pero en la toma de decisiones fuertes, digamos, o grandes, sí vienen todos, viene la familia”.
Ausencia de servicios básicos
Construción de la cisterna comunitaria
Otro tema importante tiene que ver con el acceso a servicios por parte de la comunidad, ya que su condición de aislamiento trajo aparejada la ausencia de servicios públicos. En este sentido, el acceso al agua fue históricamente el principal problema de los/as vecinos/as. De hecho, la lucha por el acceso al agua corriente marca un primer antecedente de organización y movilización de los pobladores. Allí encontramos los primeros cimientos de La Piedra como comunidad organizada. Se trata de una lucha que hasta el día de hoy continúa. Al momento, lograron la construcción de una cisterna comunitaria con acompañamiento del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y del movimiento social Encuentro de Organizaciones.
Por último, señalamos que el acceso a la educación plantea también muchas dificultades. La escuela más cercana está ubicada a 3 km. del paraje y, de acuerdo a la opinión de los/as vecinos/as, no cuenta con un buen nivel académico. Esta circunstancia se presenta como un gran problema ya que, como hemos resaltado más arriba, gran parte de la comunidad está compuesta por chicos y chicas en edad escolar. Sumado a ello, el transporte público es muy deficiente y costoso, lo cual hace más difícil la llegada al establecimiento educativo. En este marco, sólo un número ínfimo de vecinos/as pudo terminar el nivel secundario.