La experiencia en esta comunidad cocama-cocamilla del río Marañón ha ido ganando el aplauso de los peruanos, que reconocen en el esfuerzo de sus habitantes, un ejemplo de cuidado y ciudadanía ambiental que se debe replicar en otros lugares de la Amazonía. La suya es una historia de perseverancia, de amor a la tierra y manejo adecuado de los recursos del bosque. Los comuneros de Puerto Prado se siguen dedicando a sus actividades y oficios tradicionales: cuando el río se retira siembran en las tierras liberadas frijoles y otros productos que consumen todo el año. La pesca es otra de las actividades que realizan con esmero y ahora cazan lo estrictamente necesario para vivir como la tierra reclama.
En la noche de nuestro último día en Puerto Prado, encontramos a toda la comunidad viendo una película al aire libre a través de un proyector. Nosotros retornábamos de registrar delfines rosados justamente donde se juntan los dos ríos y ellos se divertían observando un documental sobre el Bosque de los Niños, otra iniciativa de resguardo cultural y conservación de la biodiversidad, donde todos habían tenido un rol protagónico.
El momento fue especial, único: el río silente, calmo, como si estuviese detenido en la noche de los tiempos; la luminosidad tenue pero abrigadora de una luna en cuarto creciente, los ojos cómplices de los setenta y siete habitantes de una comunidad que construye su futuro de manera diferente, las risas y los mohines de sus niñas y niños. Todos juntos, valorando la audacia de una mujer que asumió sus derechos con absoluta libertad y el empeño de una maestra dispuesta a trasmitir los saberes que una abuelita le mostró cuando era niña: “¿Saben cómo se cuenta en cocama? Repitan detrás de mí: Wepe – Mukuika – Mutsapirika – Irwaka – Pichka”. Quisimos aplaudir de pie, pero no lo hubieran permitido.