De la trashumancia ancestral a la recuperación del control territorial
El último Censo Nacional de Población realizado en 2010 arrojó que en el país casi un millón de personas, el 2,2% de la población total, se reconocían pertenecientes o descendientes de un pueblo originario. En algunas jurisdicciones estos valores fueron mucho más marcados como en el caso de Salta que contaba en dicho año con una población indígena de 79.204 personas que representaban 6,52% de los habitantes de la provincia, convirtiéndola en la 5ª jurisdicción con más pobladores originarios de Argentina. Al desagregar esta población por franjas etarias se observa que la mitad de ella la conformaban jóvenes de entre 0-19 años, casi 28% personas de entre 20 y 39 años, 15,8% que tenían entre 40 y 59, y 6% restante quienes tenían más de 60 años. Por su parte, la distribución por género de la población indígena provincial muestra una leve mayoría de varones (51,03%). De las 79.204 indígenas o descendientes radicados en Salta, 21,6% se reconocía como parte del pueblo kolla, siendo el segundo grupo más numeroso tras el pueblo wichí que congregaba 24,9%. Asimismo, el pueblo kolla tenía al momento del relevamiento la mayoría de sus miembros (60,9%) viviendo en zonas rurales[1].
Yendo al nivel departamental, el gobierno provincial contabiliza en Orán 40 comunidades indígenas pertenecientes a diversos pueblos (Gobierno de la Provincia de Salta – Secretaría de Asuntos Agrarios, s/f) entre las que se encuentra la CIPKT. Los datos demográficos del territorio son muy complejos de reconstruir por no coincidir exactamente con ninguna unidad de relevamiento oficial. Sin embargo, en García Moritán y Ventura (2007) se menciona que en 1998 había aproximadamente 1.300 personas viviendo en la comunidad, número que una década después ascendía a 1.625. La zona presenta indicios poblacionales de carácter prehispánico y fue escenario de varios procesos de migración y reubicación de personas relacionados a las diversas explotaciones económicas que tuvieron lugar allí. Según Ventura (2007) a finales del siglo XIX el pueblo de San Andrés ya contaba con una población de más de 700 personas la mayoría de las cuales, según las crónicas de la época, eran identificados como “coyas”[2]. Además el poblado contaba con escuela, capilla y dependencias militares. Desde San Andrés y otros pequeños caseríos ubicados en la zona montañosa del territorio bajaban las familias en la temporada fría para permitir que su ganado paste en la yunga, con lo cual se fueron construyendo poblados transitorios en la zona baja. Desde entonces esta práctica, conocida como trashumancia, ha consistido básicamente en el traslado estacional de hacienda (en este caso fundamentalmente bovino y ovino) entre zonas de pastoreo diversas. Como ya señalamos, la ex finca San Andrés contiene una gran variedad altitudinal, con distintos pisos ecológicos con una marcada variación de especies vegetales y condiciones climáticas. Gracias a esto los pobladores desarrollaron una estrategia trashumante que implica el movimiento de personas y hacienda de un piso a otro, de acuerdo con la estación del año. Con los primeros calores fuertes, a finales de la primavera, algunas familias mudan su residencia desde la zona baja de yungas, donde pronto las lluvias y los insectos se hacen dueños del territorio, a la parte alta (donde comúnmente poseen otro puesto). Permanecen ahí hasta el otoño, cuando los pastos empiezan a escasear en la puna y el frío por las noches se hace intenso, y se trasladan de nuevo a la parte baja, donde los ríos se vuelven menos violentos y las condiciones mejoran. Concretamente es habitual que una familia que mora en San Andrés (en la parte alta) durante los meses de verano, se traslade con su hacienda a Los Naranjos para pasar el invierno. Las familias kollas suelen tener hasta tres residencias en distintos pisos ecológicos del territorio, donde siembran diversas variedades y cosechan a su tiempo como parte de un ciclo vital continuo. Como señala Domínguez la trashumancia se vincula con el conjunto de las prácticas de los kollas, y por eso la define como un “estar” particular, como una forma de construir su propia territorialidad, su propia concepción del tiempo y del espacio, su propia subjetividad: “La trashumancia implicaría una específica significación del mundo, del tiempo y del espacio, y de la relación hombre/naturaleza” (2005b: 302).
Ahí supimos que nosotros necesitábamos la parte baja, nuestra forma de vida fue así, con el pasto, el bosque, el agua… Para nosotros la vida es sí o sí las dos partes; no es vida si nos quedamos para arriba; no es vida si nos quedamos para abajo. Ahí nos organizamos… (Pastor Quipildor, comunero de Río Blanquito. Entrevista personal realizada en octubre de 2008).
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[1] Toda la información de este párrafo fue extraída o calculada en base a Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, 2015.
[2] El término “coya”, frecuentemente utilizado por las élites dominantes para nombrar a los habitantes de la puna, posee connotaciones racistas y estigmatizantes. Por ello las comunidades prefieren autodenominarse como “kollas” para diferenciarse de dicha mirada colonial (González, 2013a).